La mayoría de mis predecesores
en este sitio
nos ha dicho que es honesto
pronunciar algunas palabras,
exigidas por la ley
durante el entierro de aquéllos
que han muerto en batalla.
Por lo que se refiere a mi mísmo,
me inclino a pensar
que el valor que se ha mostrado
en hechos concretos
ya ha sido saldado suficientemente
mediante los honores,
también mostrados en hechos concretos.
Ustedes mismos pueden apreciar
lo que ellos significan
ya que están participando
de este funeral
solventado por el pueblo.
Debíera tambien yo desear
que las reputaciones
de tantos hombres valientes
no estuvieran en pelígro
en boca de un orador único,
de tal manera que ellas suban o bajen
segun si habla bien o mal.
Puesto que es duro hablar adecuadamente,
cuando ya de entrada
se presenta la dificultad
de convencer al auditorio
que se está diciendo la verdad.
Por un lado,
el amigo a quien le son familiares
algunos hechos de la vida de estos muertos
puede pensar que varios aspectos
no han sido destacados
con la dedicacíón que desea
y que sabe que merecen.
Por otro,
aquél que no los ha conocido
puede sospechar por envidia,
que hay exageración,
cuando escucha mencionar virtudes
que están por encima de su propia naturaleza.
(Porque los hombres aceptan
que se ensalce a otros
en tanto en cuanto
ellos se puedan persuadir
que las mismas acciones recordadas
las podrían haber vivido ellos mismos
como protagonistas.
Cuando ese limite se traspasa,
surge la envidia y con ella la incredulidad)
Sin embargo
como nuestros antecesores
han establecido esta costumbre
y la han aprobado,
la obediencia a la ley
pasa a constituir para mí un deber.
Intentaré
satisfacer las opiniones y deseos
de todos ustedes
de la mejor manera que pueda.
Tendría que comenzar con nuestros antepasados.
Es tan adecuado como prudente,
que ellos reciban el honor de ser mencionados
en primer lugar,
en una ocasión como la de ahora,
Ellos vivieron en esta comarca
sin interrupción de generación en generación;
y nos la entregaron LIBRE
como resultado de su bravura.
Y si nuestros antepasados más lejanos
merecen alabanza,
mucho más son merecedores de ella
nuestros padres directos.
Ellos sumaron a nuestra herencia
el imperio que hoy poseemos
y no escatimaron esfuerzo alguno
para transmitír esa adquisición
a la generación presente.
Por último,
hay muy pocas partes de nuestro dominio
que no hayan sido aumentadas
por aquéllos de entre nosotros
que han llegado a la madurez de sus vidas.
Por su esfuerzo la patria
se encuentra provista
con todo lo que le permite
depender de sus propios recursos,
tanto en guerra como en la paz.
Aquella parte de nuestra historia
que muestra cómo nuestras hazañas bélicas
trajeron como consecuencia
nuestras diversas posesiones,
así como tambien la que muestra cómo
tanto nosotros como nuestros padres
pudimos frenar la marea
de la agresión extranjera,
valerosamente y sin dobleces,
constítuye un capítulo demasiado conocido
por todos los que me escuchan.
No necesito extenderme en el tema que,
por consiguiente,
dejo de lado.
Pero cuál fue el camino
por el que llegamos a nuestra posición;
cuál es la forma de gobierno
que permitió volver más evidente
nuestra grandeza;
cuáles los hábitos nacionales
a partir de los cuales ella se originó;
éstos son los problemas máximos
que intento dejar en claro,
antes de proseguir con el panegíríco
de todos estos muertos.
Pienso que el tema es adecuado
para una ocasión como la presente
y que ha de resultar ventajoso
escucharlo con atención
tanto por los nativos como por los extranjeros.
Nuestra constitución no copia leyes
de los estados vecinos.
Más bien somos patrón de referencia
para los demás,
en lugar de ser imítadores de otros.
Su gestión favorece a la pluralidad
en lugar de preferir a unos pocos.
De ahí que la llamamos democracia.
Otra diferencia entre nuestros usos
y los de nuestros antagonistas
se aprecia con nuestra política militar.
Abrímos nuestra ciudad al mundo.
No les prohibimos a los extranjeros
que nos observen
y aprendan de nosotros,
aunque ocasionalmente los ojos del enemigo
han de sacar provecho de esta falta de trabas.
Nuestra confianza
en los sistemas y en las políticas
es mucho menor que nuestra confianza
en el espíritu nativo
de nuestros conciudadanos.
En lo que se refiere a la educación,
mientras nuestros rivales
ponen énfasis en la virilidad
desde la cuna misma
y a través de una penosa disciplina,
en Atenas vivimos exactamente como nos gusta;
y sin embargo nos alistamos de inmediato
frente a cualquier peligro real.
Una prueba de que esto en así
se aprecia con los lacedemonios
quienes por sí solos
no invaden nuestras comarcas,
sino que traen consigo
a todos sus confederados;
mientras nosotros, atenienses,
avanzamos sin aliados
hacia el territorio de un vecino
y luchando en tierra extranjera derrotamos
usualmente con facilidad
a los mismos que están defendiendo sus hogares.
No hubo aun enemigo que se opusiera
a toda nuestra fuerza unida,
puesto que nos empeñamos al mismo tiempo
no sólo en alistar a nuestra marina
sino también en despachar por tierra
a nuestros conciudadanos
en cien servicios diferentes.
Y así resulta que a menudo entra en lucha
alguna de estas fracciones
de nuestro poderío total.
Si el encuentro resulta
victorioso para el enemigo,
su triunfo lo exageran como si fuera
la victoria sobre toda la nación,
Si en cambio cae derrotado.
el contraste se presenta como sufrido
con el concurso de un pueblo entero.
Y sin embargo,
con hábítos que son más bien de tranquilidad
que de esfuerzo
y con coraje que es más bien naturaleza
que arte,
estamos preparados para enfrentar
cualquier peligro
con esta doble ventaja:
escapamos de la experiencia de una vida dura,
obsesionada por la aversión al riesgo;
y sin embargo, en la hora de la necesidad,
enfrentamos dicho riesgo
con la misma falta de temor
de aquellos otros que nunca se ven libres
de una permanente dureza de vida.
Pero con estos puntos
no finaliza la lista de los motivos
que causan admiración en nuestra ciudad.
Cultivamos el refinamíento sin extravagancia;
la comodidad la apreciamos sin afeminamiento;
la riqueza la usamos en cosas útiles
más que en fastuosidades,
y le atribuimos a la pobreza
una única desgracia real.
La pobreza es desgraciada
no por la ausencia de posesiones
sino porque invita al desánímo
en la lucha por salir de ella.
Nuestros hombres públicos
tienen que atender
a sus negocios privados
al mismo tiempo que a la política
y nuestros ciudadanos ordinarios,
aunque ocupados en sus industrias,
de todos modos son jueces adecuados
cuando el tema es el de los negocios públicos.
Puesto que
discrepando con cualquier otra nación
donde no existe la ambición de participar
en esos deberes, considerados inútiles,
nosotros los atenienses somos todos capaces
de juzgar los acontecimíentos,
aunque no todos seamos capaces de dirigirlos.
En lugar de considerar a la discusión
como una piedra que nos hace tropezar
en nuestro camino a la acción,
pensamos que es preliminar
a cualquier decisión sabia.
De nuevo presentamos el espectáculo singular
de atrevimiento irracional
y de deliberación racional
en nuestras empresas:
cada uno de ellos llevado
hasta su valor extremo
y ambos unidos en una misma persona,
mientras que, por igual caso, en otros pueblos,
las decisiones son el resultado
solamente de la ignorancia
o solamente del espíritu de aventura
o solamente de la reflexión.
La palma del valor
corresponde ser entregada en justicia
a aquéllos que no ignoran,
por haberlo experimentado en carne propia,
la diferencia entre la dureza de la vida
y el placer de la vida;
y que, sin embargo,
no ceden a la tentación de escapar
frente al peligro.
Si nos referimos a nuestras leyes,
ellas garantizan igual justicia a todos,
en sus diferencias privadas.
En lo que respecta a las diferencias sociales,
el progreso en la vida pública
se vuelca en favor de los que exhiben
el prestigio de la capacidad.
Las consideraciones de clase
no pueden interferir con el mérito.
Aún más, la pobreza,
no es óbice para el ascenso.
Si un ciudadano es útil para servir al estado,
no es obstáculo la oscuridad de su condición.
La libertad de la cual gozamos
en nuestro gobierno,
la extendemos asimismo
a nuestra vida cotidiana.
En ella, lejos de ejercer
una supervísión celosa de unos sobre otros,
no manifestamos tendencia a enojarnos
con el vecino, por hacer lo que le place.
Y puesto que nada está haciendo
opuesto a la ley,
nos cuídamos muy bien de permitirnos
a nosotros mismos
exhibir esas miradas críticas
que sin duda resultan molestas.
Pero esta liberalidad
en nuestras relaciones privadas
no nos transforma en ciudadanos sin ley.
Nuestras principales preocupaciones
tratan de evitar dicho riesgo,
por lo cual nos educamos en la obediencia
de los magistrados y de las leyes,
Un ejemplo de lo expresado es el referente
a la protección a los inválidos,
ya sean los inscríptos en el padrón del estatuto,
ya sean los amparados por ese otro código
que, a pesar de no estar escrito,
no puede ser violado sin condena.
Más aún, disponemos de recursos numerosos
conque la mente se pueda distraer del negocio.
Celebramos juegos y sacrificios
a lo largo del año.
La elegancia de nuestras construcciones
forman una fuente diaría de placer
y nos ayudan a desterrar el aburrimiento,
mientras esa magnificencia de nuestra ciudad
atrae a los productos del mundo
hacia nuestro puerto.
En lo referente a la generosidad
nos destacamos asimismo
en forma singular
ya que nos forjamos amigos
dando en lugar de recibiendo favores.
Pero por supuesto, quien hace los favores
es el más firme amigo de ambos,
de manera de mantener al amigo en su deuda,
mediante una amabilidad continuada.
Mientras que el deudor se siente menos atraído
puesto que se da cuenta
que la devolución que él ofrece
es un pago casi obligado
pero no una libre dádiva.
Y son solamente los atenlenses
quienes sin temor por las consecuencias
abren su amistad,
no por cálculos de una cuenta por saldar
sino en la confianza de la liberalidad.
En pocas palabras resumo
que nuestra ciudad es la escuela de Grecia
y que dudo que el mundo
pueda producir otro hombre que dependiendo
sólo de sí mismo
llegue a su altura en tantas emergencias
y resulte agraciado por tamaña versatilidad
como el atenlense.
Y ésta no es una mera bravata
lanzada en esta ocasión favorable,
sino que es la realidad de los hechos,
considerando el presente poder de Atenas
que esos hábitos conquistaron.
Porque solamente Atenas
ha llegado a ser superior a su fama
y es la única que,
en ocasión de ser asaltada,
no ocasiona pudor en sus antagonistas
cuando ellos resultan derrotados.
Ni sus mismos enemigos cuestionan su derecho,
obtenido por mérito,
de poner de manifiesto su imperio.
Más bien la admiracíón
de la edad presente y de la futura
estará dirigida hacia nosotros
dado que no hemos dejado
nuestro poder sin testigos.
Antes bien, han quedado de él
testimonios gigantescos.
Lejos de necesitar a un Homero como panegirista
ni otro poeta con habilidades artísticas tales,
que sus versos puedan encantar por un momento
(aunque la impresión que dejan
se derrite luego frente a la realidad),
nosotros hemos obligado
a cada tierra y a cada agua
que se transforme en la ruta de nuestro valor.
Y hemos dejado en todo sitio
monumentos, de una índole o de otra,
imperecederos, detrás nuestro.
Esta es la Atenas por la cual estos hombres
han luchado y muerto noblemente,
en la seguridad de contribuir
a que no desfallezca.
De la misma manera
que cualquiera de los sobrevivientes
está dispuesto a morir por la misma causa.
Por supuesto, si es que me he detenido
con cierto detalle
en señalar el carácter de nuestra comarca,
ha sido para mostrar
que nuestra disposición en la lucha
no es la misma que la de aquéllos
que no tienen ese tipo de bendiciones
que se pueden llegar a perder
si no se defienden;
y también para demostrar que el panegírico
de los hombres a quienes me refiero
puede ser construído
sobre la base de pruebas establecidas.
Casi está completo este panegírico.
Pues la Atenas que he celebrado,
es solamente la que ha conquistado el heroísmo
de éstos y de sus émulos.
Al fin estos hombres,
apartándose del resto de los helenos,
han de llegar a tener una fama
solamente comparable a sus merecimientos.
Pero si hace falta prueba definitiva
de su bravura intrínseca,
es fácil encontrarla en esta escena terminal.
No es solamente el caso de aquéllos
a quienes la muerte
puso el sello final
atestiguando el mérito que tenían
sino también el otro caso,
en que coincidió con la primera señal
de que tuvieran mérito.
Hay justicia en la aseveración
de que el valor en las batallas por su nación
puede ocultar muy bien
otras imperfecciones del hombre,
dado que la buena acción ha ocultado a la mala;
y su mérito como ciudadano
más que sobradamente ha balanceado
a su demérito como individuo.
Pero ninguno de éstos permitió
que su bienestar económico, si ya lo conocía,
o que la esperanza, aún sin realidad,
de una futura situación de bienestar,
disminuyera su solidario espíritu de lucha;
así como la pobreza, en otros casos,
pese a la esperanza de un día de riqueza,
a nadie tentó a que se escapara del peligro.
Sintiendo que la bravura frente al enemigo
es más deseable que sus personales venturas;
y dándose cuenta que en esta ocasión
surge el más glorioso de loa azares,
ellos se determinaron gozosamente
a aceptar el riesgo,
a confirmar su altivez,
y a postergar sus deseos;
y mientras se arrojaban hacia la esperanza
de volcar la incertidumbre de la victoria,
en la empresa que estaba frente a ellos,
prefirieron morir resistiendo,
en lugar de vivir sometiéndose.
Huyeron solamente del deshonor.
Luego de un breve momento,
que resultó la crísis de su fortuna,
durante el cual pensaron en escapar,
no de su miedo,
sino de su gloria,
enfrentaron la muerte cara a cara.
Y así murieron estos hombres
como es honesto de un ateniense.
Ustedes, los sobrevivientes,
se tienen que determinar,
en el campo de batalla,
a la misma resolución inalterable,
pese a que es lícito que oren
por un desenlace más feliz.
Y sin contentarse
con ideas solamente inspiradas en palabras,
con respecto a las ventajas
de defender nuestro país
(aunque esas palabras
serían un arma de importancia
para cualquier orador frente a un auditorio
tan sensible como el presente)
ustedes mismos, con su acción, deben exaltar
el poder de Atenas
y alimentar los ojos con su visión,
día a día,
hasta que el amor por ella llene
el corazón de ustedes;
y luego, cuando su grandeza
se derrame hacía ustedes,
deben reflexionar que fue el coraje,
el sentimiento del deber
y una sensibilidad especial
del honor en acción,
los que permitieron al hombre ganar todo esto.
A pesar que exístieran las fallas de carácter,
o las defecciones previas en la vida personal,
ellas no fueron suficientes
como para privar a nuestra comarca de su valor,
puesto a sus pies como homenaje,
como la contribución más gloriosa
entre las que ellos podían ofrecer.
Por esta ofrenda de sus vidas
hecha en común por todos ellos,
individualmente, cada uno de ellos,
se hizo acreedor de un renombre
que no se vuelve caduco,
así como se hizo acreedor de un sepulcro,
mucho más que el receptáculo de sus huesos:
ya que es el más noble de los altares.
Altar donde se deposita
la gloria por ellos alcanzada
para ser recordada cuando las eventualidades
inviten a su conmemoracíón.
Porque los héroes
tienen al mundo entero por tumba
y en países alejados del que los vió nacer
(único sitio donde un epitafio lo atestigua)
tienen su ara en cada pecho
y un recordatorio no escrito
en cada corazón
que como mármol lo preserva.
Adopten ustedes estos hombres como modelo
y juzgando que la felicidad
es el fruto de la libertad
y que la libertad
es el fruto de la bravura,
nunca declinen la exaltación de sus valores.
No son desgraciados
quienes no ahorran su vida en aras de lo justo.
Nada tienen que perder.
Sino más bien lo son aquéllos quienes
ahorran las vidas suyas a costa de una caída
que si sobreviene,
ha de tener tremenda consecuencia.
Y sin duda, para un hombre de espíritu,
la degradación de la cobardía
debe ser ínmensamente más triste
que la muerte que no se siente,
pues lo golpea en la plenitud
de sus fuerzas y de su patriotismo.
Puedo ofrecer ayuda, pero no condolencia,
a los parientes de los muertos.
Son innumerables los azares
a los cuales el hombre está sujeto,
como ustedes saben muy bien.
Pero son afortunados aquéllos
a quienes el azar ofrece una muerte gloriosa,
la misma que hoy nos enluta.
Aquéllos cuya vida ha sido tan bien medida
que pudiera acabar
en la felicidad de servir de modelo.
A pesar de ello reconozco
que es una dura manera de decir,
especialmente cuando está involucrado
aquél que ha de ser recordado por untedes,
que ven continuar en otros hogares
la bendición que alguna vez también han tenido,
Porque la pena se siente más por la pérdida
de algo a lo cual estábamos acostumbrados,
que por el deseo de algo que nunca fue nuestro.
Aquéllos entre los deudos
que estén en edad de procrear hijos,
deben consolarse con la esperanza
de tener otros en su lugar.
No solamente van a ayudar
a que no olvide a quien se ha perdido,
sino que para el mismo estado
ha de ser un refuerzo y un reaseguro.
Porque nunca un ciudadano
ha de buscar tanto una política justa y honesta
cuanto que lo motiven, siendo padre,
los intereses y las aprehensiones
de tal condición.
Los que ya han sobrepasado la edad madura,
dejen que los convenza la idea
de que la mayor parte de la vida
les fue afortunada
y que el breve intervalo que falta,
ha de ser iluminado
con la fama del que ya no está.
Porque lo único que no se vuelve viejo
es el amor al honor.
No son las riquezas, como algunos quisieran.
Es el honor lo que reconforta al corazón,
con la edad y la falta de ayuda.
Me dirijo a los hijos y a los hermanos
de los difuntos.
Veo una ardua lucha en ustedes.
Cuando un ser humano se va,
todos tienden a alabarlo
y pese a que el mérito de ustedes
ha de ir creciendo,
es difícil que se acerque a su renombre.
Los vivientes se ven expuestos a la envidia.
En cambio los muertos están libres de ella
y honrados con la buena voluntad
de quíenes los recuerdan.
He de decir algo
sobre la excelencia femenina de aquéllas,
entre ustedes,
que se encuentran hoy en la viudez.
Grande ha de ser la gloria de ustedes,
si es que no permíten que decaiga el ánimo
por debajo del carácter natural de cada una.
Pero más grande ha de ser todavía,
entre los atenienses,
la de aquélla que consiga
no ser mencionada, ni para bien, ni para mal.
Mí tarea ha acabado.
He cumplido con lo mejor de mi habilidad
y por lo menos, en lo referente a la intención,
con lo dispuesto por la ley.
Si es trata de hechos concretos,
aquéllos que han sido enterrados
han recibido los honores que los corresponde;
en lo que se refiere a sus hijos,
han de ser mantenidos
hasta la adultez,
por los caudales públicos.
El estado ofrece así una recompensa de valía
como guirnalda de victoria
para esta raza de bravos,
recompensando tanto a los caídos
como a sus descendientes.
Allí donde la recompensa al mérito es máxima,
allí se encuentran los mejores ciudadanos.
Terminando las lamentaciones
por sus parientes,
pueden ustedes partir.